Hace poco más de un año, la directora del departamento de español de una preparatoria me dijo que le parecía abrumador la manera en que, en un examen, los alumnos utilizaron apenas tres o cuatro palabras para definir una variedad de sensaciones: triste, contento y deprimido. Atrás quedaron las palabras: agobiado, extasiado, afligido, alegre, devastado, compungido… Quizá se han cambiado, me dijo, por unas cuantas más generales o tres o cuatro emojis cuyo objetivo es definir la amplísima variedad de sentimientos del ser humano. Podría ser.
Queda claro que esas figurillas en el teléfono no van a acabar con las palabras ni a quedarse con el lugar de la lengua. «Que no panda el cúnico». No se trata de borrar de los dispositivos a los a veces odiosos círculos amarillos, tampoco de elegir una forma de expresión sobre la otra, pues no llegará el día en que nos comuniquemos solo con esos pictogramas que tantos debates han causado por cuestiones de raza, sexo y religión. Sin embargo, es cierto que son parte de una posible involución más que evolución del lenguaje si es que su repetición comprime el uso de nuestro vocabulario.
Porque, ¿no representa la vasta cantidad de palabras del español, que han construido millones de personas a través de la historia, una mayor libertad para expresarnos? ¿En qué cabeza cabría pensar que eso o que los anglicismos son una evolución más que una invasión?
Como adorno valen, eso sí. Aunque los pobres la tienen complicada: son pequeñas imágenes con la misión de expresar una plétora de sensaciones. Y, a veces, el circulito amarillo riendo con lágrimas en los ojos es menos atractivo que escribir que uno se «desternilla», que es reírse sin poder contenerse o romperse las ternillas o cartílagos (el juego de rastrear significados); o bien, su similar círculo enrojecido con el entrecejo fruncido es una forma menos creativa de escribir que algo nos «encolerizó», que significa ponerse «colérico», relativo a la «cólera» que es enojo o enfado y que su raíz puede rastrearse hasta «bilis».
Quizá usar el idioma no sea tan rígido y aburrido como se cree. Así como tampoco es pesado leer una obra literaria, ni correcto hablar de palabras «domingueras» o «rebuscadas» en todos los casos. Es claro que valernos del idioma detona —no constriñe— la creatividad y el ingenio.
Pero mantengamos los emojis, usémoslos (me han servido para suavizar algún mensaje, y hasta estudios se han hecho en los que se revela que los coloridos pictogramas aligeran el golpe de alguna mala noticia), pero también ejercitemos la creatividad con palabras precisas o de poco uso para expresar emociones, para pedir algo, para jugar con el lenguaje. Contamos con más palabras en el diccionario que imágenes en el teléfono. Y el campo del idioma sigue creciendo.
Cierro con una cita de Guillermo Arriaga, guionista, cineasta y escritor: «Venero la palabra escrita como nada. Odio los clichés, entre ellos el que dice que una imagen vale más que mil palabras. Entonces ¿cuántas imágenes se necesitan para expresar una palabra como odio, amor, pasión…?».
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